sábado, 11 de julio de 2015

Eyael

Escapó. Sí, por fin lo logró. Después de la fatídica caída que lo dejó sembrado en la inmundicia de la tortura y el desprecio. Tuvo 200 años de pesadilla, que lo mantuvieron absorto en los roedores que amenazaban con comerle la piel y roerle las alas. Durante milenios se mantuvo invisible, inmaterial, hasta que tuvo la curiosidad de volar y sentir el aire atropellar un rosto de carne. Se cansó de aparecer únicamente en sueños y visiones. Tomó una de las oportunidades especiales, de esas que su creador da en pocas ocasiones, para así, obtener una  forma tangible, visible, que lo hizo experimentar sensaciones humanas. Por un momento no fue un ser divino ni celestial por completo, y la ayuda de Dios no era algo que necesitó mientras surcaba por los aires como un halcón, con vuelos cruzados y personalidad imponente.

Atrás quedó ese cuarto- si es que se le podía llamar así a esa pocilga- polvoriento, angosto, un pequeño cubo que significó una prisión precaria, en el que dejó su dolor, dignidad, súplicas y todo lo que lo convertía un ente divino, porque ya ni siquiera era hermoso y radiante. Era una simple jaula de huesos, mortal, con la diferencia de que provenía de un lugar celestial. La claridad de su piel se convirtió en una palidez enferma, con manchas negras, grises y moradas de mugre, polvo y castigo.

Mientras volaba entre los árboles de un bosque que era arrasado por los vientos otoñales, que asustaban a los herrerillos y a los pájaros carpinteros, pues los despojaba con furia de su jardín; sólo una lechuza, que aguantaba como rompeolas,  lo miró pasar a una velocidad supersónica. No puso atención a nada. Simplemente voló y voló. Por un momento estuvo a punto de suplicar un cambio permanente, en caso de ser posible, mas no imaginó que ese ápice de libertad lo llevaría al castigo de la purificación de la mente. De cuando en cuando se detenía en un árbol, sólo para observar la exquisita vegetación y fauna del bosque que, ahora, había asaltado su preferencia precipitadamente.

Bajo los bosques se encontraba Francisco Pizarro, un hombre con aspecto de abolengo. Era alto y de piel blanca. Cabello negro, largo, y ojos como nueces. Tenía una barba que parecía pintada, pues, a pesar de tener un color negro intenso, no era tan apiñada. Francisco, además, tenía un aire de nobleza por su parado, su mirada, y esa altivez propia de quien pertenece a la aristocracia. Además de una vestimenta con gusto sutil, pero, a la vez, elegante.

Eran las 11 de la mañana.El aire continuaba desnudando los árboles, mientras las aves, el caer de las hojas y la voz del viento formaban una melodía tenebrosa, aún para una hora plenamente luminosa y viva; más, en un páramo fresco y dilatado como el que ambos exploraban. Francisco miró hacia arriba, como si esperara la llegada de un cometa; a diferencia de esperar con un telescopio y con un deseo, Francisco martilló su arma, una escopeta antigua, con un solo tiro, sin margen de error, y apuntó hacia el único lugar por el que asomaba el cielo en aquel bosque.

Eyael sintió un impacto en una pierna, acompañado de una ráfaga de aire diferente, artificial, que lo hizo caer atropelladamente a la tierra, no sin antes mutilar árboles y aplastar ardillas que se encontraban en su desplome. Cayó y sintió un inmenso dolor humano, aunque, gracias a su poder, tuvo la fuerza para soportarlo e intentar levantarse. Pero, a su lado, ya estaba Francisco para impedirlo.

-Ni siquiera lo intentes-, dijo, con voz de mando, como de un general, mientras le apuntaba a la cabeza- Quiero que mi nueva mascota se vea impecable en el momento en que te conozcan.

Eyael sintió el miedo y la desesperación por primera vez. Lo sintió natural, innato, que se apoderaba de él, lo paralizaba y le impedía moverse, ni siquiera pensar en una manera de escapar al peligro. Comenzó a padecer temblores, mareos, la boca se le secó, tembló y le vino un escalofrío. Sentía por primera vez las maldades del miedo. Se sintió amargamente desprotegido por su creador.

-¿Por qué haces esto?- dijo Eyael, con la voz temblorosa.

-Porque quería una mascota que nadie tuviera, y el Hombre de los ojos rojos me dijo que hoy, a esta hora, en este lugar, iba a encontrarte- aclaró Francisco, sacando un par de grilletes y una cuerda.

-¿Quién es el hombre de los ojos rojos, por qué te habló de mí, o por qué habría de saber de mí? ¿Acaso tienes idea de quién y de qué soy, del castigo que te vendrá con esto?

-Sé lo que eres. Quién, la verdad no me interesa. El castigo lo supe desde el momento en el que te pedí como un suplemento, como algo extra, a cambio de mi alma.

Eyael no tuvo que adivinar. Supo en ese mismo instante que el enemigo primordial de su creador  lo vendió por un alma como cualquier nimiedad.

-Por favor, señor, ayúdame- suplicó Eyael

-Es inútil. Ya eres mío. No hay nada que puedas hacer.

Eyael no tuvo respuesta alguna mientras miraba al cielo suplicando. Francisco le tomó las manos y los pies y lo apresó con los grilletes. Después, con la cuerda le sujetó las alas. Lo llevó a rastras durante más de un kilómetro, sin importarle los raspones y golpes que Eyael se daba contra los árboles y las raíces que asomaban del suelo. Lo arrastraba sin ningún esfuerzo, pues no derramó una sola gota de sudor, o mostró algún atisbo de cansancio en la caminata.

Arribaron a una extravagante casa de madera. Era bicolor. La mitad de las maderas, de la mitad hacia abajo, pintadas de color blanco, como el ampo de la nieve, la otra, sin pintura. Natural. Imponente. De tres plantas y amplia. Con un cobertizo,también de madera, que bañaba en sombra la fachada. A un costado, había al menos 20 caballos, que eran vigilados por un solitario viejo que fumaba un cigarro al pie de un árbol, mientras jugaba con sus pies a bailar un vals con alguna doncella.

Los recibió una mujer. Alta, delgada, levemente morena, con mirada y sonrisa recién amanecidas. Con el cabello rubio brillante, partiéndole la espalda por la mitad.

-Aquí está, amor mío. Conoce la belleza en todo su esplendor. Siempre cumplo lo que prometo- dijo Francisco, satisfecho.

Al oír esas últimas palabras, la mujer no pudo hacer otra cosa más que quedarse perpleja. Estaba viendo al ser divino gateando en su propiedad. Sin embargo, sí, era hermoso. Eyael era una criatura fascinante, pues su cabello era de un café luminoso. Su piel blanca como el marfil. Sus ojos eran hipnotizadores, fácilmente podías entrar en un tobogán de emociones con solo una mirada rápida. Cafés, también. Su cuerpo era como lo había pintado Luca Giordano, hermoso e imponente, pero, en ese momento, parecía indefenso, como en los cuadros de Guido Reni que adornaban su biblioteca. Eyael estaba desnudo, y la mujer lo miró atónita en su perfección, pues era una escultura de carne y hueso, que la hizo humedecerse en pensamientos lascivos.

Lo llevaron a la parte trasera de la casa, dónde había un cubo de piedra con una puerta de madera. Era una mosca en una sopa. Contrastaba su palidez y su frialdad, con la calidez del hogar que tenía enfrente. No tenía ventanas. Únicamente una puerta, en la que asomaba un pequeño recuadro, que hacía una suerte de segunda puerta. Mientras era arrastrado, miró hacia atrás y vio una pluma de sus alas, fugitiva de su cuerpo, que se quedaba impávida y brillante a pesar de los silbidos del viento, justo a un costado de la enorme edificación de madera. Francisco abrió la puerta. Lo arrojó hacia dentro. Recibió una botella de vino tinto y dos copas de una mujer que se alejó haciendo una reverencia.

-Bueno, aquí va a ser tu nueva casa. Puedes familiarizarte con ella fácilmente. No hay mucho que ver, pero creo vas a tener mucho que sentir- dijo Francisco, mientras destapaba la botella con un objeto de metal.

- ¿Piensas aprisionarme en esta pocilga?- casi susurró Eyael, con un aire de resignación.

-Pues sí. Pero, mira el lado bueno: tú querías probar la mortalidad, vas a tener mucho tiempo para empaparte de ella. Gozarla, o, en su defecto, sufrirla. Todo depende de ti.

- Pero, ¿cómo voy a gozar la mortalidad, si me tienes aprisionado en este cuarto vacío?

El cubo era de piedra, de un solo color. Por un lado asomaban, como avergonzadas, una cama, una pequeña mesa y una silla. Por el otro, los roedores se habían alojado en unas rocas sueltas, en las que construyeron una suerte de madriguera. Tenía compañía, al menos.

-Eso puede cambiar, dependiendo de tu comportamiento. Mientras mejor te portes, igual y duermes algún día en la casa, en mi cuarto, junto a mi cama. Por ahora bebe, creo que te hace falta- Francisco terminó de decir esto, al tiempo que le acercaba a Eyael una copa de vino. - Bebe, te va a gustar.

Eyael bebió el vino de un solo trago. Sintió por primera vez la sensación de perder la respiración. Miró a Francisco y supo que, a pesar de sus últimas palabras, el ofrecimiento era una tentativa venenosa. Cada palabra que salía de su boca parecía un vehículo de la maldad y de la amenaza. Observó hacia la puerta y vio el fulgor amarillo de los últimos rayos del sol asomar y darle un aire de cierta tranquilidad a su nueva celda. Pensó en el parecido que tendría aquel cubo, con el abismo  donde cayeron los abortados por su creador después de las guerras en el cielo.

-Te voy a dejar un rato solo, para que te acostumbres- anunció Francisco, dando la vuelta para dejar atrás a Eyael con su copa en la mano y el dolor en la garganta.

-¡Espera!- gritó Eyael, con dificultad por el dolor, casi que el grito sonó como un susurro- Antes, quiero que me digas cómo fue que hiciste un trato con el condenado. No entiendo cómo fue que pasó.

-Es una larga historia. Pero, en favor de tu sufrimiento, creo que lo menos que mereces es escucharla.

Francisco había recibido veinte heridas de espada, una en el cuello, y una masacre con un cántaro en la cabeza. Todos lo pensaron muerto, pues había dejado de respirar; sin embargo, el cuerpo inerte que yacía ahogado en sangre, rebanado como un ejército intentando cortar un pavo, en aquel palacio de la ciudad de Lima, todavía estaba con vida.

En el lecho de muerte, vio llegar a un hombre viejo. Un hombre con un caminar insolente, de pasos cortos, pero bien marcados. De lejos tenía el aspecto de una persona valiosa, pero a la vez siniestra. Traía un bastón en la mano, que parecía un azote de culpables, y tenía una cara con una sonrisa demoníaca. Iba vestido íntegramente de negro. Sin embargo, lo que más lo sorprendió, y asustó a su vez, fueron sus ojos. Eran unos ojos color rojo, intenso, como si viera a dos volcanes en erupción por dentro de ellos. Lo hipnotizaron desde el primer momento. Justo antes de llegar a su lado, comenzó con el trato.

-No te ves muy bien, Francisco- pronunció el hombre, con una sonrisita burlona y sarcástica.

-Estoy muriendo. Es lógico que no me vea bien- contestó Francisco, mirándolo a los ojos. Después agachó la mirada y se encogió de hombros con la pregunta siguiente.

-¿Quieres morir?

-No, nadie quiere morir. Pero, bueno, estoy enfermo. Me duelen los dedos de las manos y no puedo caminar correctamente desde hace dos años. No sé si sea lo mejor. Eso, sin contar que sobre mi espalda cargo con millones de muertos en nombre de la corona española.

-Eso me gusta. Sabía que ibas a inventar una excusa. ¡Claro! Te falta decir que venías con sólo un centenar de hombres y acabaste heroicamente con millones de personas conquistando el imperio, ¿No?

-¿Cómo...?

-Yo lo sé todo. O invento todo. Sé que eres un recalcitrante católico, que te vas a ofender después de estas palabras; aunque, al final, ya sé lo que vas a decidir. Solo falta que me digas el alma que me ofreces a cambio de la vida eterna, y, por tu inmensa labor en el exterminio de los hipócritas humanos, te voy a regalar una cosa más, la que tú quieras. El trato incluye que te preste a mis musas para ofrendas de sangre y que satisfagas todos tus deseos de carne; estoy seguro que Cuxirimay no es capaz de complacerte, además de un regalo extra. Eres un cerdo, un pervertido y un genocida. Eres todo lo que yo sería si fuera humano. Aunque, mis hijos me honran ; uno ya lo conoces, te dejaré con la duda de quién es, el otro, creo que en unos 400 años tendrá su momento de gloria. Así, pues, dime lo que vas a ofrecerme por darte los dones de la vida y dicha eternas. Sé quién eres, Francisco. Te he observado desde mi trono de sangre y lágrimas. Hace tiempo que camino a tu lado.

-¿Tú... eres... Luci..?

-Sí, aunque mi nombre no es lo importante; ya ves, cada quien me dice como mejor le parece. Bien podría hacer una lista, no sé, me da igual. Sólo estoy aquí ofreciéndote la vida eterna, a cambio del alma que mejor te convenga. Ah, por cierto, por riquezas no te preocupes- dijo el hombre, que no se movió ni un ápice de su posición, y no lo haría durante el trato.

-¿Mi corazón está tan vacío? ¿Soy tan despreciable? ¿He sido, acaso, tan indiferente a la vida, que seré tragado por tu mundo de demonios y prisionero de criaturas aterradoras? Entonces no sirvió de nada lo que hice en nombre de la corona y de Dios. Únicamente fueron promesas vacías que se esfumaron como el vapor. Jamás logré acercarme a Dios. O sí, pero él se alejó de mí.

-Tu error, al igual que el de casi todos, fue creer y no entender. Por eso la creencia en él se expandió como una enfermedad. Un pensamiento o una idea, son la enfermedad más fuerte que existe, es casi incurable. Por eso, aunque quisiste, jamás lo pudiste matar dentro de ti. Seguías creyendo que iba a salvarte de tus atrocidades y, querido amigo, eso no iba a pasar jamás. Eras mío desde hace mucho tiempo. Aunque lo transformes en un mártir que amas con todo tu corazón. Se mofó de ti, al igual que de muchos. Él es el que castiga, yo el que perdona.

- Y, entonces, si la vida de todos los hombres corre por los mismos cauces ¿Por qué darme vida eterna, si algún día tomarás mi alma? Eso quiere decir que no es eterna.

-Si te doy una extensión, es porque me encanta tu labor. Me sirves más vivo que muerto. En un mundo lleno de hipócritas que hacen el mal, y luego creen que remedian todo arrodillándose, flagelándose y pronunciando unos simples versos para eliminar sus acciones, tú sobresales en cinismo. Sólo en algo tenía razón mi amigo Jesús, " Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra". Por lo otro, debes saber que en algún momento tendré una batalla con aquél, y, ahí será cuando pida tu alma. A menos que estés dispuesto a darme el alma de Francisco, Francisca, Juan o Gonzalo. Ahí sí vivirías eternamente; hasta contemplarías conmigo la victoria o sufrirías la derrota. Eso no es algo seguro. .

Francisco seguía tendido. Por un instante se percató de que en derredor no sucedía nada. No sentía dolor. Tampoco frío o calor.Tampoco un silbido de viento o alguna sensación de movimiento cerca de él. Solamente se llenaba de emociones , pues el único clima que percibía era el de la indecisión. Podía ofrecerse el mismo, o , en su defecto, arrojar a uno de sus hijos al abismo del sufrimiento. Lo desechó al instante. "Los genocidas tenemos familia y corazón. Amo a mis hijos y, al igual que cualquier padre, daría la vida por ellos", pensó.

- Te doy mi alma

-El agua empapa, el cielo es azul y tú eres un guerrero inteligente. Predecible.

-Me dejas para que siembre miedo, ¿no es así?

-Exacto. La violencia sucede a la violencia. Jamás acabará. Aunque tú no aceptaras, hay millones que sí. Casi a todos los que han aceptado les he condicionado por su locura, su arrebato. Unos no pueden ver el sol. Otros temen la noche. Pero, a tí, te voy a dejar así como estás. Jamás vas a envejecer. Te vas a atragantar de mujeres, vino y dicha.

-¿Nadie se interpondrá en este trato?

- Los muertos no hacer ruido, Francisco. - Dijo "Luci..." con seguridad y una sonrisita burlona. - Sólo una última cosa, ¿qué más vas a querer? Te lo pregunto por última vez. A mí no me gusta rogar; menos a un simple mortal. Moribundo, además.

-No lo sé. ¿Puedo pedirlo después?

-Claro. Pero no puede ser a más de 300 años de hoy.


-Y, bueno, grosso modo, así fue que 299 años después, estás aquí- Concluyó Francisco, poco antes de resoplar y terminar el último trago del vino francés que abrió; Eyael solo le dio dos tragos.- Pero no te preocupes, no te va a ir tan mal. Aquél me enseñó a disfrutar de los placeres de la vida y a no arrepentirme de nada. Mírame hoy, hago grandes fiestas con meretrices que fornican de arriba a abajo, mato animales inservibles y después me los como, si es que me apetece; tengo una bella casa, una bellísima esposa, y, ahora, tengo una mascota que nadie más se ha podido dar el lujo de tener en la tierra, un ángel. Sí, un ángel. No un caído, sino un castigado. Y voy a hacer contigo lo que quiera.

-Pero, para qué quieres un ángel, si el caído ya te dio todo. Te ofreció algo que no le había ofrecido a nadie, una extensión. Acaso eres incapaz de sentir compasión, de amar, de perdonar.

-¿Perdonar? ¡Si a mí fue al que no fue capaz de perdonar tu creador! ¡Tú y él son la misma mierda! Piden compasión, piden plegarias, sacrificios, y no son capaces de perdonar. A tí no te perdonó el tener un pensamiento humano. Te castigó por querer ser mortal un momento. Por eso estás aquí.

Eyael se quedó petrificado. Recordó que no había vuelto a ver a los que pedían la ocasión especial de sentir. Entendió todo. Había sido castigado por abandonar a su creador. Le estaban recordando que no se podía querer ser mortal mientras era un ser de luz. Aun así, él se había empeñado en quemarse en aras de su tentación. Ahora tendría que cargar ese peso sobre él, aunque le reventara la espalda. Así lo decidió. No suplicó. Se limitó a resignarse y aceptar su castigo. No lamentó volver a ver los atardeceres en las montañas, frente al mar. Tampoco ver a la luna recién nacida flotar sobre un solitario bosque, con el sonido de los grillos amenizando el espectáculo, acompañados de la percusión de pisadas y golpes de otros animales y querer sentir algo sin poder lograrlo. Bebió de un trago lo que le quedaba de vino.

-Entiendo mi destino, Francisco. Pero, ¿por qué ensañarte así conmigo? Acaso es diversión lo que buscas o sólo eres un simple excéntrico, de esos que se presentan diciendo que son especiales, cuando en realidad es capricho lo que los mueve.

-Escúchame bien, como sea que te llames. Ahora que sientes y conoces el miedo, eso es es lo que significa ser esclavo. Así como yo temí el castigo de tu creador, tú vas a temer el mío. Tus ilusiones y tu ser se van a perder como lágrimas en la lluvia. Eso te lo prometo.

- Me llamo Eyael. el ángel de las situaciones difíciles. Quienes me invocan, son estudiosos de la teología; quieren concentración y el fin de los existencialismos. Mi príncipe es Gabriel. Ahora sabes a quién profanas.

La primera exposición llegó casi 20 días después. Eyael terminó de comer el plato de papas y carne de cerdo que le llevaron casi una hora antes, una comida de rey para cualquiera de los antiguos esclavos que tuvo Francisco. Se sentía satisfecho de haber probado siempre buena comida, aunque las condiciones en las que vivía no fueran las de un Ángel. La mayoría del tiempo se ejercitaba para mantener su escultural cuerpo. Hacía los mismos ejercicios que le enseñó Jorge, uno de los tres encargados de asearlo y darle de comer, junto con Sofía y Luis. Se colgaba para cargar su propio peso sobre una fuerte viga que no sostenía nada, pero atravesaba el cubo de norte a sur, según los puntos cardinales que marcó con una piedra sobre la pared. Tenía un lugar para orinar y defecar que no era inhumano como el de una prisión, pues, por alguna extraña razón, el cubo no era un lugar maloliente y desagradable, por el contrario, mantenía un olor a rocas mojadas. Eyael se acostumbró a su nueva casa a los dos días. Intentó gritar, suplicar y rezar, pero pronto se dio cuenta de que era inútil. Nadie estaba ahí para ayudarlo.

De pronto, escuchó demasiadas voces afuera. Se imaginó que era una de las reuniones en las que sería exhibido como un fenómeno. Sofía abrió la puerta. "Ya es hora", dijo. Eyael se levantó y salió del cuarto tropezando con las cadenas de los grilletes. Le fue imposible contar, o, siquiera, tener un acercamiento a la cifra de invitados que había en la reunión. Todos con bata y capucha color hollín. Más bien, tenían pinta de bandidos. Las personas de la reunión parecían de abolengo. Todas caminaban perfectamente, se saludaban con educación implacable y, además, las palabras que pronunciaban parecían sacadas de otro idioma. La hombres tenían solo dos opciones de apareiencia: gordos, pequeños y calvos, o , en su defecto con una frente demasiado amplia y brillosa hasta la mitad de la cabeza; los otros eran altos y angostos, con cabello prominente. Casi todos eran blancos de piel. Las mujeres eran desiguales como los timbres de voz,  pues todas , a pesar de que vestían de forma extravagante y con escotes que presumían sus enormes senos, utilizaban pinturas en la cara que formaban una especie de máscaras, que las hacía verse luminosas y radiantes, o, en su defecto, daban la impresión de ser mujeres del oriente del planeta, en algún ritual o una celebración tradicional de, probablemente, la cultura más rica del mundo, pero todas obras distintas. Lo cubrieron con una manta negra. Cuando lo despojaron de ese disfraz, vio que lo habían llevado hasta un salón grande, dentro de la casa, en el que había cientos de personas rodeando el centro, justo debajo de un candelabro de cristal, que hacía la suerte de guardián en las alturas de Eyael. O, también, un espectador de lujo para el castigo. Eyael seguía con los grilletes, aunque le habían descubierto las alas; sin embargo, los grilletes fueron sujetados de cadenas adheridas al piso para imposibilitarle alguna intención de escape.

Leían un libro. Un hombre parado en un pedestal rezaba palabras malditas en un idioma ininteligible. Usaba una voz gutural que era sombría. Parecía declamar un poema o decir un monólogo en una obra de teatro; manoteaba y señalaba  lugares y personas que, tal vez, tenían algún tipo de relación con lo que él decía. El hombre no vestía de negro. vestía de blanco. De su cuello colgaba una estrella que Eyael jamás había visto. Después de un tiempo razonable de discurso, pronunció la palabra ángel. En ese instante, un par de personas, que Eyael no alcanzó a ver quienes eran, extendieron sus alas, exponiendo al ángel ante todos.

Posterior al descubrimiento y a la exposición, en medio de murmullos y miradas pasmosas, el hombre pronunció unas cuantas palabras, de las que Eyael solamente alcanzó a entender " ofrenda". Consecutivo a esto, los asistentes se quitaron las batas y perdieron la pose. La resignación parecía obligada. Se vieron envueltos en un frenesí fornicador por todos los lugares de la casa. Pocos miraban. La pareja que estaba en el centro; un hombre gordo, menudo y calvo, que estrujaba contra el suelo a una mujer con curvas elegantes, delgada y espigada, marcaba la línea a seguir de todos. Fornicaban a una velocidad animal y con la mirada puesta en Eyael. Los demás se estrujaban contra las paredes, los escalones, pilares, muebles, todo lugar en el que hubiera un resquicio para que dos, o en ocasiones un número mayor, pudieran gozarse de la manera más salvaje.

Francisco observaba lo que parecía una especie de pintura erótica barroca, un emborrachamiento y una perversión de "David llevando el arca de la alianza a Jerusalem". A nadie le importaba ver a su esposo o esposa, hijo o hija, ser dominado por la obscenidad de la exhibición. El contratante se veía satisfecho de su acción, y veía como el cuerpo, ahora mortal, de Eyael, comenzaba a padecer las consecuencias inconscientes del espectáculo. Observó como el miembro de Eyael comenzaba a despertar de su letargo para acondicionarse al ambiente. Francisco llamó a tres mujeres que no estaban participando de la desmesura carnal. Las mujeres tenían una expresión diferente, parecían estar frente a un bufón bastante cómico. Una de ellas se acercó a otra mujer que lloraba por el incesante galopeo del que era víctima, únicamente para estirar la lengua , deslizarla por sus mejillas y beberse las lágrimas, para después poner una mueca de saciedad. El cabello de las mujeres era color roble, más abajo de la cintura. Frente amplia y unos ojos obscuros como el fondo de un abismo, un par de filas de dientes militarmente formadas, con pechos altos y redondos, y una sonrisa malévola. Francisco rodeó a dos de ellas por los hombros, mientras que a una le susurró algo al oído. La mujer que había recibido el mensaje casi silencioso miró a Eyael con lujuria. Se acercó a él. Lo miró mientras trataba de perder los ojos de la mujer, y no pensar en lo que sucedía a su alrededor. La mujer no cruzó palabra con Eyael, solamente se rió mientras lo rodeaba y lo lamía sutilmente por la espalda, antes de que él se moviera. La mujer se despojó de su vestido y se hincó frente a Eyael tomándole el miembro, sin que él tuviera la menor oportunidad de defenderse. La mujer comenzó a succionar con arrebato. Además de chupar, le tomaba el miembro con una mano, luego con la otra, a veces con las dos, hacía pausas extendidas en las que parecía querer ser perforada hasta las entrañas, y , de cuando en cuando, tamborileaba la lengua. Eyael estaba consternado. Se sentía a gusto. Aunque sabía que no podía aceptar tal humillación, su cuerpo, ahora mortal, lo traicionaba y lo castigaba con la satisfacción. Eyael estaba mentalizado a jamás sucumbir por gusto, mas no contó con la tortura a la que fue sometido. Comenzó a sentir escalofríos por todo el cuerpo, mientras la mujer intentaba soltar una carcajada que se interrumpía por el falo dentro de su boca. Eyael sintió una sensación extraña, de expulsión, que lo circundaba  por todo el cuerpo, concentrándose en el miembro que la mujer no dejaba de degustar. Al mismo tiempo, Eyael veía criaturas horribles que trepaban las paredes y recorrían el techo, criaturas que no tenían forma, simplemente eran unos cuerpos de color rojo y morado que lo único que hacían era sonreír al mirar las ofrendas. Las criaturas lo veían y también sonreían. En cada parpadeo de Eyael, las criaturas desaparecían y volvían a estar más cerca de él, pero cuando estaban más cerca, en el siguiente parpadeo se alejaban. Cuando la mujer vio la cara de Eyael, a punto de llegar al éxtasis, aceleró en su labor, dejando a Eyael con las piernas temblorosas. la mujer sacó el falo de su boca para sentir como caía sobre ella la lluvia de placer de un ángel. No sabía si sería del mismo color, olor o sabor que la de un humano, pero esa experiencia era algo que tenía que probar. Y así lo hizo. Untó el líquido por todo su rostro y pecho. Al mismo tiempo, mientras se mofaba de Eyael, los ojos comenzaba a ponérsele rojos, como había descrito Francisco los ojos del caído. En ese momento reaccionó. Había estado con una musa. Fue profanado y humillado por una bruja. Eyael sintió una explosión inexplicable que le recorrió todo el cuerpo.

-¿Te gustó, Eyael?- preguntó Franciso, mientras se acercaba a paso lento.

-Cállate. Cállate. ¡Cállate!- gritó Eyael, intentando detener la reunión; no recibió la atención de nadie, aún con ese grito con las vísceras en la garganta.

Eyael había cruzado la línea del mundo de la razón al de la irracionalidad, del mundo diurno de los conceptos puros al mundo nocturno de los mitos y los símbolos. Comprendió al humano. Por fin. Se dio cuenta que era una criatura de razón pura, pero, a su vez,  sin razón. Que se de deja llevar por los mitos y las leyendas; es esclavo de la simbología y la superstición, y, además, sucumbe fácilmente a las pasiones y se deja llevar por los sueños. Por un segundo miró que nadie le hacía caso, que nadie lo miraba, que sólo lo querían como un ser a quien mancillar con una representación pagana, que enfrentaba a Eyael con todo lo que él había buscado suprimir en los humanos.

Los siguientes años fueron un monólogo repetitivo, con algunos cambios. Cambió la forma de la túnica en los asistentes. Cambió la forma en la que se comunicaban. De repente, al cabo de unos cien años, aparecieron aparatos que inmortalizaban momentos. Cambió el fuego por una cosa adherida a las paredes que encendía unos artefactos, que no eran ni un círculo ni un óvalo. Los asistentes cambiaron los lujosos carruajes por artefactos que no necesitaban caballos. La ropa de los encargados de él, al igual que la de los dueños de la casa y sus tres hijos, era menos frondosa, pero no perdía elegancia. Hasta la música, pues comenzaron a colocar grandes círculos en un soporte que, ayudado con una aguja, producía música artificial; algo que el consideraba completamente mediocre, comparado a los incontables músicos que amenizaban la mansión, como después comenzaron a llamarla los trabajadores. Las pocas veces que tenía la fortuna de salir de su cubo, el único lugar en el que nada había cambiado, pues la gente moría, mientras él seguía sin explicarse por qué no le pasaba lo mismo si, según su castigo, era un mortal, aunque se dio cuenta que tenía ciertas consideraciones o tiempo extendido de tortura, según el lado del que se estuviera de la situación,  Sin embargo las reuniones seguían siendo siniestras.

En ocasiones lo hacían participar de muertes de animales y personas, para después verter el resultado de la muerte de los desaparecidos sobre él, dejando su cuerpo pegajoso de sangre. De vez en vez, el hombre de la túnica blanca sodomizaba sin piedad a Eyael, ante la mirada irónica de los asistentes; algunos se reían a carcajadas. Francisco bebía vino mientras observaba las grotescas violaciones que sufría Eyael; eso sí, siempre que le hacían algo así, recibía trato preferencial hasta la siguiente reunión, pues dormía dentro de la casa, en un solitario cuarto al final de un pasillo que conectaba las habitaciones de la segunda plaza de la enorme mansión. También, era violado por mujeres que querían tener la experiencia de la carne con un ser divino. Todo esto le provocó a Eyael una visión primitiva de las pasiones humanas. Era la atracción principal de esas retorcidas orgías de carne decrépita. Tenía la impresión de que esas pasiones eran insólitas, al mismo tiempo que cotidianas. Tuvo décadas para pensar, sin hacerlo, pues recordó que durante milenios no había podido descifrar a los humanos, y con las experiencias que había tenido, su intelecto virgen le había brindado únicamente preguntas y problemas, de las cuáles las respuestas las tenía, estaba seguro, en su cuerpo.

Un día como todos dentro de su cubo, años después, mientras Eyael intentaba encontrar la relación entre las emociones humanas y la razón, y, también, después de dormir emborrachado de vino, lo despertó una sacudida de dimensiones catastróficas que, afortunadamente, no había dejado siquiera un  rasguño en el cubo. Los caballos dejaron de hacer sus característicos sonidos, y las voces que siempre sonaban detrás de las paredes enmudecieron dejando un silencio sepulcral dentro del cubo. Los roedores y bichos, que eran su última compañía, no aparecieron como él esperaba. Los buscó por todos los rincones, hasta que los encontró muertos con las patas en dirección del techo, todos en un rincón, como si un asesino hubiera apilado los cuerpos de forma áspera. Lo que sucedió después fue la continuación de explosiones estridentes y los latigazos de la tierra. El cubo seguía sin sufrir ningún rasguño. Así pasó alrededor de 40 días. Después escapó

El último día de tortura psicológica, pues sabía que algo pasaba afuera pero no sabía qué,aunque era consiente de que era algo devastador, ya que la brutalidad atravesaba las paredes del cubo, la puerta se abrió de golpe. Los grilletes se convirtieron en polvo, al igual que la cuerda que sujetaba sus alas. Eyael no sabía si salir, pues no veía nada, simplemente humo y un panorama negro, como el de una noche despejada. El miedo, al que ya se había acostumbrado cada vez que era enviado al salón de juegos de la casa, lo volvió a sentir, pero esta vez no era por la repetición de atrocidades, sino por lo desconocido. Sufría la sensación más humana de todas. Después de horas de mirar la puerta abierta, salió. Ya no había una casa enorme, ni caballos, mucho menos personas que pudieran habitar ese lugar. Simplemente había rocas en el suelo, quemadas, Árboles decapitados y otros desmembrados. Otros, totalmente desaparecidos. La viveza de la tierra se había convertido en un letargo malvado. Caminó durante días buscando una señal de vida; sin embargo, la única señal eran unos cuántos árboles pequeños, que habían sostenido su vida con fuerza discrepante para lo que parecía una guerra sagrada, con un poder fuera de la imaginación humana. Había osamentas por todo el camino, que tenía que esquivar para no pisar, haciendo una suerte de campo minado. Eyael miraba todo a su alrededor con sufrimiento, con un aire de rabia, pero, a su vez, le alegraba que los humanos que lo torturaron recibieran justo castigo. El panorama era negro. Únicamente piedras y tierra, nada más.

Al final del cuarto horizonte, en el que se miraban imponentes un par de volcanes eyaculando sangre sin cesar, mientras el aire desmembraba un par de solitarios árboles con una corriente extraña, Eyael se vio de frente con un par de personas.Una, coincidía perfectamente con la descripción que le había hecho  Francisco sobre el Hombre de los ojos rojos, el caído. Se encontraba parado debajo de un árbol que, inexplicablemente, parecía estar en una porción de una región floreciente; la segunda persona tenía la misma actitud, pero vestía de un blanco centelleante, con una especie de traje que hacía casi imposible diferenciar su piel de la ropa, también era difícil ubicar si tenía la cabellera blanca o era un calvo de frente brillosa, que, de cualquier manera, hacía juego con lo demás, sólo se alcanzaban a observar un par de perlas a la altura de la cara que iluminaban el camino de Eyael hacia ellos. El hombre de blanco tenía una barba tupida, blanca, y una estatura de vikingo, no se inmutaba por cualquier cosa que sucediera a su alrededor, se limitaba a observar, inmóvil, el caminar de Eyael hacia ellos.

-Eyael, sé que debes tener muchas preguntas, o, tal vez, simplemente me odias y no querrás escucharme- Dijo el hombre de blanco, tendiéndole la mano a Eyael, al tiempo que se escuchó el aleteo de una paloma blanca sobrevolando la escena.

-¿Por qué? ¿Acaso no te serví lo suficiente? Todas las personas que ayudé, las personas que salvé de la desgracia, ¿no sirvieron de nada? Si mi error fue querer sentir el aire sobre mi rostro, no merecía ese castigo. - expresó Eyael, con lágrimas más que mortales.

El Hombre de los ojos rojos interrumpió

- La batalla se ha librado, ángel. Descansa, recobra tus facultades. Eres más importante de lo que piensas- pidió el Hombre de los ojos rojos

Eyael se quedó estático, de pensamiento y movimiento, lo inverosímil de la situación que estaba viviendo era como el fuego y el agua fusionándose para crear un elemento invencible. Los dos omnipotentes, el bien y el mal, presentes en cuerpos de carne y hueso parados frente a él, después de devastar el mundo.

-¿Por qué ustedes...- no alcanzó a terminar la pregunta Eyael, se encogió de hombros, se tiró de rodillas al suelo y derramó el doble de lágrimas; el suelo se reblandeció al instante.

-Por el equilibrio, Eyael, por los humanos, por la vida- contestó sin vacilar el Hombre de blanco- La única salvación era otra oportunidad, pues, como en miles de ocasiones, ellos se han encargado de desaprovecharla.

-Por diversión, no mientas- dijo el Hombre de los ojos rojos, con el ceño fruncido, sacando de la túnica un cigarrillo que encendió con un leve soplido- La división de las almas es desde tiempos remotos, ángel. Algunas veces simplemente destruimos todo y lo regresamos como estaba y nadie se da cuenta. Por regla general del juego, nosotros escogemos las almas que queremos de nuestro lado, y , después, lo que sucede en el mundo nos dice quién ha ganado. No es ajedrez, pero sí es un juego de inteligencia.

-Aunque siempre sale algo mal- ahora interrumpió el Hombre de blanco, estirando la mano derecha- Déjame a mi-pidió- Mírame, Eyael, por favor. Esto no es algo que tenga que ver contigo, tú no hiciste nada mal, al contrario, hiciste todo lo que esperé de ti. No me fallaste en nada. Los que fallaron fueron los demás, los humanos y tus hermanos.

-La razón, ángel, es el peor error que cometimos. Darles razón. O, solamente que la razón que les dimos haya sido incompleta ¿Acaso no los miraste, ángel? Son bestias. Siempre queriendo el éxtasis antes que la emoción. Hijos de la guerra. Malabaristas de la paz. Se los hemos mostrado de diferentes maneras, pero no lo entienden. Así que no nos quedó otra opción que castigarlos con diluvios, terremotos y lluvias de rocas gigantes. Esta vez nos tardamos mucho, los hicimos sufrir en demasía.Casi como ellos te hicieron a ti.

-¿Pero, yo por qué estoy aqui?- preguntó Eyael, todavía sin entender el motivo de aquel monólogo del hombe de los ojos rojos

-Tú lo sabes, Eyael. Tu comportamiento siempre correcto. Fuiste el único de mi ejército que lo único que deseaba del mundo humano no era el poder. Sacrificaste tu cuerpo y tu vida; después, te entregaste sin luchar, aceptaste un destino que mostró lo grotesco de las personas que alguna vez protegiste, y por las cuáles vivías- dijo orgulloso el Hombre de blanco.

-En pocas palabras, ángel, lo sucedido con el imbécil de Francisco, que era un asesino excusado en la negación, no fue un castigo. Fue una prueba, y la superaste, eres el primero que lo logra en miles de reconstrucciones del mundo.- volvió a interrumpir el Hombre de los ojos rojos, mientras encendía otro cigarrillo, de la misma manera que el anterior.

-Eyael, vas a ser el encargado de mantener el equilibrio. Ya has aprendido de qué son capaces los humanos. Sí, vas a poder volver a mirar fijamente a la Tierra, volverás a maravillarte con su belleza, gracias a nuestro genio, gracia y poder. Sin embargo, esta vez vas a ir a una época diferente, en la que todo va a poder ser cambiado a través de un botón, en la que todo mundo pueda expresarse y sea escuchado. Es la etapa más difícil, porque los agnósticos abundan y nuestro crédito se acaba, pero debes hacer lo que sea, repito, lo que sea, para mantener el equilibrio. Te voy a permitir valerte de cualquier medio para lograrlo, vuelvo a repetir, cualquier medio. El lugar al que vas es sombrío. Vas a tener que matar, conquistar, dividir, reprimir, es decir, castigar a quien se oponga al equilibrio- casi declamó el hombre de blanco, haciendo figuras con las manos.

-La tarea es sencilla, ángel. Yo te voy a ayudar, esta vez me toca tenerte de mi lado, ese fue el trato. Por primera vez nos vamos a unir, para ver si logramos el equilibrio que separados no conseguimos obtener, por eso sólo estás tú; antes elegíamos a dos, de dos bandos diferentes. Ahora, nos unimos para intentar el equilibrio juntos, contra nuestros más poderosos enemigos: la razón y el libre albedrío - expresaba el Hombre de rojo de un modo teatral, como interpretando una sui generis representación de Hamlet- Ángel, en pocas palabras, lo que te pasó no fue una tragedia, te salvamos de la aniquilación. Más bien, yo te salvé.

Eyael se retorcía por dentro. Por un lado creía sórdido el plan que le proponían los hombres; por el otro, se sintió honrado de ser escogido para liderar el poder de la mano omnipotente de las dos bestias del cielo y el infierno. Era como apoderarse de ambos tronos y tener su venganza contra lo que sufrió durante doscientos años.

-Eyael, ¿estás listo?-preguntó el Hombre de blanco

-Sí, padre. Gracias por salvarme, Sabía que no me habías abandonado-contestó Eyael.

-Bueno, ángel, tenemos mucho qué hacer. Hoy vienes conmigo. Te voy a dar todo para que hagas tu labor-exigió el Hombre de rojo.

-Trátalo bien, Luzbel- pidió el Hombre de blanco

-No me llames así, sabes que ése no es mi nombre ahora. Mejor no lo menciones, así como yo no lo hago con el tuyo. Hago esto porque es necesario, no porque me plazca. Te odio, y eso no va a cambiar nunca. Te lo haré saber con muchos artistas a partir de ahora- dijo el Hombre de rojo, dándole la espalda al Hombre de blanco.

-Nunca vas a cambiar- respondió el hombre de blanco con una pequeña sonrisa.

-Antes de irnos, ángel, debo saber , por última vez, si te crees capaz de llegar a esos años llenos de tecnología. Porque, vas a llegar a la nación más poderosa de mundo. Desde allí, la silla privilegiada, vas a manejar los hilos del mundo , ¿estás listo?- preguntó nuevamente de manera teatral el Hombre de rojo, moviendo las manos por todos lados.

Eyael asintió.